martes, 25 de octubre de 2011

ENQUISTAR EL ENVÉS


Por Javier Norambuena

Algo hay en la hendidura del dolor que “La Tarea” de Andrea López Kosak conoce, quizás su peso de elefante balanceado o sea el tajo que marca un dolor, aunque más bien la espesura es una fragosidad sobre la que se fraguan los elementos. “¿hay dolor tan justo que no deje marca?”. Hendidura y espesor donde la marca, diferida acá en marca y cicatriz, hace estallar un signo preciso. Sobre los estallidos trabajados como memoria se dispone la economía de esta escritura, ajustando una poética que se debate ante el espacio de la página, delante de la inscripción del brazo ante esa página, en un destello que también va impactando lo silencioso que aglutina. Ya lo anuncia con la complicidad del epígrafe de Arnaldo Calveyra “sed de otra memoria” es decir, la marca esencial se trata un trayecto, de esa otra memoria que ha vuelto para balancear a la escritura, en tanto marca y seña, de lo preciso que vuelve y se acarrea para escribirse. “La Tarea” leída sólo como un título aislado merodea eso, algo que se demanda o encomienda, algo traído mediante ese trayecto del impacto poético a la palabra, ante la letra poética, mediante la distinción dentro de sus múltiples reflejos.
Algo acá ha venido a escribirse.
Es el traspaso lo que recae en la escritura, todo aquello que el dolor deja atrás para que vuelva cuantas veces sea necesario. Repetición y pesadilla, o la pesadilla repetida, al modo del mantra del que pierde dolor en la escritura, mientras la maraña –aquel rito que se pronuncia y no se escribe- avanza lateral al advenir del corte poético. No habría color en ese balance, por qué habría de colorearse el dolor, “no es más dolor porque sea rojo/ es el único color”, ante la intemperie morosa de la pigmentación no hay distingo.
Y si la cicatriz ya viene sin el dolor qué cabría en aquel pigmento, pues todo lo ad-venido no recae en el prisma del sueño ni tampoco recorre la enormidad obliterada de los tamaños. Trátase de incorporar el espesor de la letra cuando lo pervertido de la incrustación amasa el sentido, “vengan/ a pasos muy grandes/ desfilan el dolor”, venirse –hasta ahí donde la letra poética posibilita- una tarea de dilucidación del dolor. Venir, entonces, con la repetición que hunde -el tajo, la cicatriz- todo cuanto encuentra a la letra en la intemperie de lo que no puede aquietarse. Aunque ese retorno y esa venida usurpe algo para restaurar al dolor.
Los elefantes, como funcionarios de ese trayecto, equiparan la cadencia, el peso evidente donde juegan a balancearse contra lo imposible y la fantasía los acoge. En ese envés, el rito accede –celebrando una falta, claro- a la gran ofrenda, aquella tela donde el corte queda pendiente, latente ante la oscuridad que los ocupa. Rito que vendrá a asistir –en tanto imagen ominosa- a ese filo candente de la esquina que husmea esta escritura.
El peso del elefante balanceándose hace vértice de las manadas que habitadas van encausando el avance. Tal vez el silencio vital, aquel que ha quedado en el remanente –el estorbo- de todo el envés que el desasosiego no trajo a comparecer a la escritura. El primer sacrificio de esa ley común que atraviesa el símbolo de la nube contra el dolor. El elefante aquí balancea lo imposible de un dolor sobrellevado, enquistado en su horizonte del sueño.
Lo que ubica esa tela del juicio es el horizonte, más allá de una vigilia irresuelta, pues se trata de urdir lo insostenible de una voz divina que no desciende, el sarcasmo frente al peso de la cicatriz opaca el acierto de aquel dolor, también lo descentra en esa venida para alivianar el trayecto.
¿No es un juego el balanceo?
En el advenirse de la letra el dolor juega con la letra. Estalla a la economía de una escritura que ha batallado contra la marca –¿el diluvio?- de la memoria irresistible, sostener ese algo del desfile aquí es “la” Tarea de Los Elefantes.

domingo, 10 de abril de 2011

EL TÁBANO EN EL CULO DEL CABALLO

Sobre “Arte Tábano” de Ernesto González Barnert
por Luis Antonio Marín

Un insecto confinado

Arte Tábano (Manual Ediciones, septiembre de 2010), el tercer poemario de Ernesto González Barnert (Temuco, 1978), se compone de 62 textos titulados con el primer verso de los mismos. En ellos el autor reincide en los temas que le son más caros: la reflexión –ya personal o social– sobre el ejercicio y el ser de la escritura, y la mirada crítica y paradójicamente subversiva sobre el estado de cosas del Chile actual, sobre todo en el arte. Y digo paradójica, porque esta mirada crítica (“Chile entero la cloaca, el hedor de la cloaca, la cólera de la cloaca / En cada cinta tricolor que las tijeras de las autoridades cortan. / En cada botella de champaña que nuestros mercaderes estrellan / entre risas, contra la nave Prats”) es realizada por un hablante confinado en un kafkiano cuchitril (“Me he vuelto sombra de mis propias páginas, mientras el sol brilla en otra parte”). Un hablante en apariencia corroído por la abulia, como aquellos que incapacitados de impedir el triunfo de los malos prefieren rumiar su fracaso (“Pero yo no puedo cantar, destellar / al ver nuestras Itacas / entre la polilla y el ladrón, / uniformadas en las sombras”.) y eternizar un lamento un tanto sordo…

"Escribo como si estuviera muerto.
Peor: como si recordara a un muerto.
¿Hay una razón? Sí, hay una razón:
La poesía no se incrustó en la vida.
No es más que una flor barata, mustia,
sustraída de otro nicho para este nicho.
Y si me preguntan qué haces loquito
escondo olímpicamente la cabeza."


El tábano en el culo del caballo

En la presentación realizada en La Chascona, Marcelo Pellegrini recordó al poeta valdiviano Jorge Torres Ulloa (1948-2001), quien decía que el poeta debía aspirar a ser el tábano en el culo del caballo; es decir, alguien encargado, aunque sea con zumbidos, de importunar a la clase dirigente de la índole que fuere para evitar que se duerma en los laureles. Y me valgo de este concepto para afirmar que el hablante de González (“Al fondo veo un oso de gastado pelaje / en calzoncillos. / A tientas, ensimismado”) experimenta una mutación, no exactamente lineal y a veces en un mismo poeta: Pasa de ser un ente pasivo y casi resignado en su confinamiento, a la trinchera de la resistencia (“Aguantar, sacrificar, estar en un grito / sobre las aguas. / Hasta el sol”). Y esta mutación tiende a coincidir con una escritura menos a la defensiva, menos blindada contra todo aquel que osare cuestionar su técnica, para hacerse más cercana y entrañable, como en el poema que transcribo entero:


“Se ríen de ti, a tu espalda,
en las sombras,
por tu inutilidad, por esos
libros que no te enseñan a arreglar un
enchufe,
poner un pan en la mesa.
Se ríen de tu confianza en las palabras: ‘su humanidad’,
‘en salvaguardarlas’
‘Ah tus palabras: algo que no te ha dado nada
Ni te lo dará’.
Y haces como que no pasa nada
O sí, constatas.

Después confías en que te llamen a comer.


El tallador de crucifijos

Y este libro encriptado (la palabra no sale en la RAE, ¿algún problema con eso?) que se vuelve resistencia (“Chile entero Mistral / Chile entero loca, borrascosas crestas de mierda plástica y mineral, / estiércol / para que crezca una puta y patética flor / llamada poesía chilena”), alcanza su punto más alto en el poema El tallador de crucifijos, donde la crítica que en el libro prioriza a la relación arte-política (a la rebeldía de cartón piedra, encarnada en la literatura en apariencia subversiva pero servil al sistema, por ejemplo), da paso a una reflexión más universal. El poema, en primera y tercera persona, es sobre un artesano que mientras esculpe a Jesucristo en su cruz y repasa sus llagas, discurre –como Job en su amarga desdicha– sobre la imperfección del universo, sobre sus dolores y los dolores de la humanidad, y sobre la indiferencia divina (“Falla si los clavos que cruzan sus rodillas no son también los clavos / que atraviesan a todos los arrodillados que no son escuchados / esta noche. No pueden esperar más”… “Esos que en un pasillo de hospital o templo / cierran los ojos y te piden con su propia vida a cambio / y no son escuchados”). También reflexiona sobre el mal impune (Job 12, 6).

Pero al final de este magnífico poema, el artesano se da cuenta que su amargura irreductible no lo va a llevar por buen camino, y que por ende debe cambiar su visión. Y es este cambio de visión (“No puedo escribir sin amor. / No puedo escribir sin correr sus cortinas para que entre la luz”, como dice otro poema de Arte Tábano) el que posibilita cualquier tipo de redención, cualquier tipo de esplendencia, digamos… inclusive literaria. ¿O estamos hablando de otra cosa?

“VERSOS MUTANTES” DE JUAN CARLOS CASTILLO.

Por Hernán Morán Vásquez

Presentar un libro no es un hecho ordinario; como caminar a tomar la micro, cumplir un horario de trabajo, sentarse a comer algo o encender el televisor. Se trata pues, de un acto extraordinario que viene a sumar más que a restar (independientemente de la forma y del contenido que presente) Y aunque nos perezca que las estanterías cuentan ya con suficientes libros para un número de lectores que suponemos escaso, no hay lógica económica que anule la sana pretensión que representa el querer manifestar, a través de una obra escrita, una posición de singularidad en medio de la “majamama ninguneante” que tiende a producirse cada vez que consideramos satisfechas nuestras catalogadas necesidades.

Variados pueden ser, seguramente, los puntos de arranque, los motivos causales de toda obra que tiene alguna posibilidad de ofrecerse a algún lector, por medio de la edición: los grados egocéntricos podrán graduarse, los anhelos de respuesta y comentario también, sin embargo, también me parece posible suponer que hay obras que logran plasmarse a manera de libros por cierta inevitable consecuencia.

En este sentido, “Los Versos Mutantes” de Juan Carlos, aparecen frente a mis ojos como una obra que no ha sufrido de ese “apresuramiento” ,a veces ridículo, que delata en demasía nuestra intención de presentarnos en sociedad como “creadores de algo”. Por el contrario, leo entre líneas, cierto reposado y pausado barbecho en torno a manifestar con propiedad, algo que se viene pensando, sintiendo y construyendo de manera sostenida. Una cierta visión de las cosas entramada en ideas que abarcan y acogen la existencia de dilemas pululantes no superados que cohabitan con el ser.

He aquí un primer acercamiento a la obra, que refleja tras de sí, a un poeta inquieto entre las subterraneidades, severo y aguerrido con los ademanes superficiales que configuran la cultura literaria. Dispuesto a entreverarse en discusiones epistemológicas complejas, dado a la noche, como un carnívoro cazador de epítetos calculados de seudo aventureros. Deconstructor por voluntad propia, de episodios planos y desapasionados. Moscardón urbano de espléndido vuelo que exaspera, sorprende e intoxica apariencias vacías de guión.

Veo a Juan Carlos como un devorador de carcasas y al mismo tiempo como un tierno cofrade de la mesa servida de vino y pichanga en la cual me he sentado alguna vez. Y si las bibliotecas locales no lo han elegido como uno de sus mejores lectores, seguramente es porque sus habilidades protocolares no son su mejor arma. Y si no cuenta con una extensa biografía literaria como escritor, seguramente es porque parte importante de sus poemas reposan en un vertedero, después de haber sido escritos en servilletas o en hojas olvidadas en medio de un bar, o en medio de una casa transeúnte.

Ese dejo de valía respecto de su propia obra alcanzada por la flama ígnea de su propio soplido de dragón, tan acostumbrada a la perdición y a los barridos de la memoria, vienen a equilibrarse esta tarde, con la concretización de este libro.

“Versos Mutantes” me parece una obra que con verosimilitud, expresa como late el pensamiento de Juan Carlos; lo refleja y lo representa. No bastará entonces con sólo leerlo, sino que será necesario también beberlo y someterlo, por medio del diálogo, a ese feroz ejercicio que significa pensar, en medio de la flojera grasosa que amenaza con paralizar nuestro corazón y adormecer la emoción de re-conocernos en una trama común.

Departamento 202


Por Raúl Zurita

Departamento 202, de Angélica González Guerrero, es un libro tan notable como sorprendente. En sus poemas la ironía, el juego, el humor, están permanentemente
entrelazados con una extraña y a veces feroz lucidez, capaz de revelarnos de un solo golpe los ángulos más inquietantes e inéditos de lo real. Qué más pedir.

Angélica González tiene lo que se llama: madera, y estoy cierto de que, si ella se lo propone, y se lo propone contra todo: contra un mundo que decretó el fin de la
poesía y el triunfo del mercado, contra la indiferencia o franca hostilidad de los poderes, contra la narcotización y la ausencia de una crítica literaria que merezca el nombre de tal, no me cabe duda de que llegará lejos.

Para ello no contará más que con su talento, lo que no es poco decir, lo que en realidad tratándose de esta nueva poeta chilena, no es en absoluto algo menor; es lo que nos dice este dpto.202.

LA VIDA, SU NIEBLA / SU LUZ

LA VIDA, SU NIEBLA / SU LUZ
Comentario de Elicura Chihuailaf Nahuelpan sobre el libro Detras de la Niebla de Alejandro Cerda.

En este cariñoso / emocionado homenaje a su padre, Alejandro Cerda nos sorprende con la pristinidad de su poesía, que logra –me parece, como en su inédita “Caligrafía en el Agua”- sin ninguna pretensión sino simplemente porque escribe comprometido con lo que expresa, lejos del mero artificio poético, esa bella apariencia pero a menudo demediada, pues poeta y poema no siempre suelen encontrarse / corresponderse . ¿Para qué sirve la poesía si no es un modo de vivir? Nos lo reafirma Alejandro. ¿Para qué, si no es para que la muerte sea sólo una forma de soñar en el corazón de aquellas / aquellos que nos amaron un día que jamás terminará? Al lado de la tristeza y el dolor, la hondura de su palabra la alcanza –me parece- al asumir su pensamiento desde la interculturalidad, desde el aún no reconocido rostro de este país llamado Chile. Desde ésa condición asume su duelo, y nos dice: “Viaja hacia la energía / de tus antepasados, / busca lo que ellos fueron en nosotros, / lo que nosotros somos en ellos sin saberlo”. Llovizna, llueve intensamente en mi comunidad, en Kechurewe, y he recorrido una vez más los senderos de mi infancia: Mi abuela canta mientras da vuelta el pan en el rescoldo, y su canto no es sino el pretexto para que celebremos el suave aroma a pan. Mi abuelo canta y su poema son las estrellas que saltan desde los tizones que reaniman el fogón (late ahí todo el Universo). Entre lo visible y lo invisible, leo otra vez los Sueños de mis padres escritos en la nostalgia Azul del viento que viene y va. El ahora es el pez transparente / el agua que se nos escurre de las manos y que la causalidad (¿o el azar?) nos lo convierte en Palabras: la memoria del pasado y del futuro, la única ensoñada realidad. “Encuentro de sueños / Todas las noches / mi sueño encuentra tu sueño, / y así acariciamos el árbol / de aquel lugar desconocido / desde donde todos venimos. / Medimos en su tronco la distancia que separa / a un hombre vivo de un hombre muerto, / y por un segundo comprendemos / lo más sagrado / lo más inexplicable.” Nuestro espíritu es la síntesis de nuestra infancia y nuestra ancianidad, nos están diciendo los Antepasados. La vida y la liberación de su energía (la muerte) nada más un largo viaje en el círculo del universo que –desde el Azul- se expande hacia el Azul. Así, “En algún lugar (...) / surge también el aroma de una playa imaginada por un niño / que no deja de mirar en el fondo del estanque, / aquellas monedas que contiene sus deseos, / y que como espejos reflejan / el rostro del padre que lo sueña”. ¿Cómo no agradecer la ternura de estas flores de la contemplación, estas flores del consuelo que nos ofrece Alejandro? Rvme mañvm / Muchas gracias, le estoy diciendo.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Atar las naves: poética del movimiento

Andrés Florit


El 2003 se publicaba por Ediciones del Temple Atar las Naves, libro debut del poeta Enrique Winter, que con mínimos matices tuvo una buena recepción de parte de los críticos y comentaristas de la época. El libro, agotado, es ahora reeditado en Rancagua por Manual Ediciones, siete años después y sin cambios sustantivos en los 29 poemas que lo componen.
Una de las novedades es que ahora el libro no viene con el epílogo-espaldarazo de Armando Uribe, que leímos en la primera edición. Esto, por política editorial de Manual, que no incluye paratextos en sus libros: sólo los poemas, “desnudos” de cualquier lectura crítica, prólogos, epílogos, panegíricos o biografías en las solapas.
De esta forma, es difícil para el lector no familiarizado en los avatares de nuestra poesía más reciente sopesar el gesto subyacente a esta reedición, que no por nada se da el lujo de prescindir del epílogo de Uribe. Porque, ciertamente, un libro no se reedita sólo porque está agotado. Se reedita porque es un libro que una editorial cree importante y, por tanto, necesario que vuelva a circular entre nosotros, que vuelva a leerse. Un libro inicial de un autor que ya no es el joven debutante del 2003, sino un poeta ya reconocido –y con razones de sobra– en nuestro medio, con premios, inclusión en antologías y ediciones internacionales, etc. Un autor que ha devenido incluso provocador, polémico y resistido por algunos –otro indicador de un cierto “éxito”.

Entonces tendremos que leer la vigencia poética de este libro que Enrique Winter y Manual Ediciones quieren que sigamos leyendo. Encontrar en él la actualidad que no pierden los buenos libros, aunque sea el libro debut de un poeta que ya ha publicado otros poemas más maduros y discutibles también en algunas de sus posiciones políticas (no hablaremos de Rascacielos aquí), respecto a este inicio diríamos más “puro”, en que late un impulso juvenil que no ha experimentado lo trágico, que es predominantemente un canto “huero”, como él mismo lo define al final de sus páginas; porque huero tiene que ser el canto de los jóvenes que no quieren darnos cátedra de la muerte en abstracto y de todos los pesares existenciales que atormentan a esos “viejos chicos”, los que sin pretenderlo son más hueros aún con su ilusión de profundidad.
Winter no ha tenido que crecer de viejo a niño, como muchos poetas, sino que parte siendo niño: hay una alegría creadora en estos versos, y hay un niño que entra a la cancha con todos sus bríos y quiere lucirse. Un niño que no es un talento espontaneísta, sino que un cabro estudioso y astuto, enamorado del lenguaje, que provoca efectos de espontaneidad y llaneza. Que seduce como un donjuán, pero con un amor culto por lo popular. Porque Winter es un poeta culto: que cultiva tanto la lectura como el oficio mismo de la escritura, que valora la tradición y quiere dar un paso más en la misma.
Cuando publicó este libro, alguien lo calificó, erróneamente a mi juicio, de “neo-lárico”. Porque si bien es cierto que hay citas a Teillier, y a veces un tono que lo recuerda, Winter no crea un mundo en el cual refugiarse de “la avería de lo cotidiano”, ni resguarda mito alguno. Además, es predominantemente urbano y rara vez melancólico. Conoce a Teillier, dialoga con él, pero es otro. De él extrae a ratos su engañosa “sencillez” en el estilo (Teillier tiene la exactitud de un jazzista en la composición de sus textos, algo nada de sencillo: y también Winter es muy diestro técnicamente), pero su poética es diferente. Se podría resumir en una línea: “No es la figura, sino el movimiento”.
Esa frase apunta, creo, a dos ejes de su obra: la sensualidad, por un lado, de un cuerpo que goza y vive en el movimiento, y no en lo estático-contemplativo de la figura; y también el viaje, la no permanencia, el descentramiento o la multitud de centros. No ser “figura”, sino ser movimiento. El título Atar las naves es para mí decidor: a diferencia de Hernán Cortés, que quema las naves para que sus hombres no lo abandonen en la exploración de América, Enrique las amarra, las retiene, para poder volver a ellas en cualquier minuto. A escapar de las anclas que intentan retenerlo a un estilo o a una cama, para volver a ser quien en verdad quiere ser, en la experiencia del viaje, como el Odiseo de Kazantzakis, que a poco de volver a Ítaca necesita volver a navegar, fastidiado ante la paz, el aburrimiento y la quietud de su isla: “Hay que saber borrarse”, dice Winter, en otro pasaje del libro.
Curiosa es la paradoja entre esta poética del movimiento respecto a la “camisa de fuerza” de la métrica, que usa repetidamente a lo largo y ancho de la obra. Como si para el viaje necesitara ese “galeón español” de los primeros navegantes que llegaron aquí: los versos medidos, la matemática de los endecasílabos, octosílabos y demases. Y si bien es cierto que por momentos esto funciona también como la liberación o construcción de otros sentidos a través del sonido y el ritmo, que nos comunican con memorias remotas, no siempre alcanza el nivel de trance necesario para llegar al subconsciente. Y también pareciera que responden estas métricas a una necesidad o desafío lúdico, de esa “alegría creadora” que mencioné al comienzo: Winter se mueve por varios registros y quiere, consciente o inconscientemente, salir airoso de todos; juega a crear, se desafía a sí mismo a hablar en diferentes formas. El verso libre, la composición neo-vanguardista, y los poemas en los que tuvo que contar sílabas. Todo nos lleva a la tradición. A un poeta que no busca aquí una “voz propia” unívoca y distinguible, ni ser iconoclasta, sino que manipular a su gusto el lenguaje, tanto para seducir como para viajar.
Y en ese gesto hay algo muy propio y distinguible, que Winter ha profundizado luego en otras obras: la sensualidad, la seducción, el viaje, el ir hacia el otro, el movimiento; y luego un cierto interés dramatúrgico en hacer hablar a otros en el escenario de su estilo, poblado de micros y veredas latinoamericanas: contar historias que no tienen por qué ser ciertas sino verosímiles (“la verdad está sobrevalorada”, diría en su siguiente libro). Es, en suma, el desaparecer de un yo que se multiplica en cantos “hueros”, que sólo lo son entre comillas: hay profundidades en las que sumergirse, y de ellas hemos dado cuenta más arribaSon cantos en general impecables, algunos memorables (como “Soltar la cuerda”, infaltable en cualquier antología), que hablan en su plasticidad y en su movimiento de un sujeto cuyo mayor compromiso es con no quedarse quieto, ni en la vida ni en el lenguaje con que le da forma. Un sujeto que sigue siendo actual en su juvenil impulso de crear y re-crear (se) continuamente.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Arte Tábano de Ernesto González B.

por Christian Rodríguez Büchner.




No basta con escribir correctamente, saber hilvanar los versos, saber dónde poner las comas o medir las pequeñas tensiones entre actos. Escribir es también un proceso de consciencia por parte del autor; tanto de sí mismo como del estado del oficio. Y que en último término puede llevarlo a rozar la no-escritura. En suma, un proceso gozoso y doloroso, pero que alguien tiene que hacer cada cierto tiempo.


Fernando Pessoa decía “mi instinto de perfección debería impedirme acabar; debería impedirme incluso empezar. Pero me distraigo y obro”. En lo personal, cuando escribo, no sólo me topo frente a una página en blanco, sino que frente una pared; a las causas (generalmente más poderosas) por las cuales no debiera hacerlo. Pero a veces, más que distraerme, encuentro una idea-fuerza. O mejor dicho; una idea-emoción. Schiller hablaba de algo parecido a la música, una visión muy alemana de su parte. En el caso de algunos escritores tiende a ser algo parecido a la rabia, pero decantada, explorable; útil al fin.


Arte Tábano, de Ernesto González Barnert, explora las sensaciones que provoca el viajar en un barco (la poesía) que fue asaltado y saqueado por los bárbaros. Ya no hay Ítaca. Sólo el mar, la deriva y la impotencia. Un navío que flota lentamente en círculos sobre el agua, y cuyas piezas quemadas contempla y defiende pese a la desolación.


Me llama la atención cómo estos poemas se mueven entre lo explícito y lo sutil, y cómo al mismo tiempo dan la sensación de unidad, de estar leyendo un conjunto. Desde la imagen sugerente (“Al fondo veo un oso de gastado pelaje/ en calzoncillos./ A tientas, ensimismado.”), hasta la puteada con megáfono en “Mistral” (“Chile entero loca, borrascosas crestas de mierda plástica y mineral, estiércol/ para que crezca una puta y patética flor/ llamada poesía chilena”.). Pasando por decenas de matices que reflejan una feroz autoconsciencia de la verdadera connotación que tiene el oficio, en medio de un país cuya actividad espiritual e intelectual ha sido reducida a escombros (No hay un corazón para este viento/ que todo lo arrastra/ y dispersa./ Una palabra que no esté rodeada por sombras.).


En el plano más estético, y tomando en cuenta su libro anterior (Higiene), se agradece que el rigor metaliterario haya cedido en pos de un hablante más emotivo, más contundente en lo simbólico:


“Te ofrezco el suave calor de una vida en llamas
Una luz que no admite sombras al decir te quiero.
Las heridas cerradas por el pedazo de sol que te ofrezco.
Todo el mar diciéndome que me calme”.


Su parada, por lo demás, no es la recurrente desconfianza hacia la poesía. Al contrario: “Mi única lealtad es con la poesía./ Su impacto./ No esperen de mí otra dirección./ Mi timón está hundido en sus sombras.”. Y sería impreciso reducir su exhortación sólo hacia los autores de la posdictadura. El hablante realiza el ejercicio ingrato de retroceder hasta su verdadera posición (“Se ríen de ti, a tu espalda,/ en las sombras/ por tu inutilidad, por esos libros que no te enseñan a arreglar un enchufe,/ poner un pan en la mesa.”) e instalarse en su nuevo margen, para desde allí no sólo disparar al aire, sino que también sentir la brisa del enemigo:


“La resistencia
a una ciudad que te encuentra improductivo
y te puede hacer mierda
en un momento de sueño
o desconcentración”.

miércoles, 16 de junio de 2010

BATALLA SONORA (de Manual Ediciones, 2009)




Por Ernesto González Barnert



Es cada vez menos raro, gracias a Dios, ver publicaciones de poetas argentinos en Chile y chilenos allá, jóvenes y ya no tanto, contraviniendo el dejo cargante del loro atrofiado de la educación que enseña la literatura como una disciplina nacional. Más irracional aún si se comparte el mismo idioma. Y viene a romper el cliché tan nefasto como absurdo con que se desembucha que la narrativa argentina es muy superior a su poesía, al revés en el caso nuestro. Clichés con que el poeta del montón hace gárgaras.

Creo que la poesía argentina es un continente a descubrir, estudiar con ahínco, con acentos que en Chile bien nos valdría fortalecer y jugar. Es mucho lo que tiene que ofrecer a nuestra tradición ombliguista si miramos, claro, hacia los peores escritores de nuestra generación que siempre es la mayoría. Contra los menos que se esfuerzan, no solo en generar lazos y redes, que es el camino fácil. Sino en leer al otro. Abrir a los suyos al forastero, el extraño, que habla el mismo idioma. Así fue como recibí años atrás la invitación al festival Salida al mar, después de haber leído una decena de poemas gracias a la lectura que hizo en la antología de Santa Rosa 57, C. De Nápoli, sin saber quién era yo realmente. Y que significó que me alojara en su casa y presentarme a los suyos. Esa fe en la literatura, en la palabra es la que vale. Donde días después en pleno ajetreo festivalero coronamos una charla poética sudamericana regada de cervezas sobre las características poéticas de Chile o Argentina, llegando a las siguientes pistas, más que como dogmas incontrarrestables, como pie forzado lleno de lagunas mentales, buenas intenciones, poetas que escapan a la regla, pero no por eso mellan la respuesta, un ejercicio lozano de tal. Y en la que coincidimos cada uno de los presentes con sus aportes y agudezas y distancias. Me ahorraré más anécdotas. Y guardaré los nombres. E iré al pto, me explico, la “diferencia” entre ambas tradiciones poéticas y garrapateándola con comillas, porque no parece la palabra adecuada, esta dada por los énfasis propios de cada tradición, que son ramas de un mismo árbol, el castellano. En nosotros, el sustrato religioso-patriótico. En ellos, los argentinos, el sustrato laico-político social que, en general, a favor o no de tal énfasis procura o deviene en un acento intimista, muy privativo, que tiende a privilegiar una relación invisible o, en el caso de la poesía, nada bulliciosa con el lenguaje. La pequeña verdad ante la gran verdad que perseguimos acá. Por supuesto, ninguna de las dos sirve sin la otra o vale más. Acá es raro el poeta que no escribe “Chile” “mi país” “Dios” en un poema. Cuesta mucho, desamarrarse de esa modulación grandilocuente, de retórica religiosa y épica, con sabor a letanía o sermón cristiano y romántico con que la mayoría nos desayunamos o atora. Aquí Zurita es más que Millán. Nos guste o no. Pero Gonzalo es nuestra única posibilidad de evolución y desarrollo. Es cosa de ver los epígonos de cada cuál. En Argentina, al enfrentarse en esos términos, son mucho más los que defienden la individualidad, la intimidad, bajan la voz, sea el poema con moñito o no, acodan lo civil y laico, da más con lo privativo de cada quien. Alcanzando esa rara sabiduría de los pequeños benditos detalles, secularizadas epifanías, sin cargar tanto la mata. Más placer y menos culpa. Más sonoridad que sermón. Los poetas argentinos preservan por sobre todo el espacio interior que público, sin tanta carga religiosa, muy concientes en lo político y social, a escala del hombre y la historia personal, más a salvo de ese tono confesional, creamos o no en Dios, tan propio del chileno. Bueno, son muchas más las aristas y los poetas grandes que siempre están por sobre lo uno y lo otro, lo expuesto acá, sobre cualquier consideración reduccionista o jibarizante, sobre cualquier fumigación, que vuelve papel picado nuestra crítica, los acentos y toda racionalización de la poesía. Pero es bueno sopesar de vez en cuando nuestros dejes no vaya a ser que ya estén muertos.

C. De Nápoli, poeta argentino, apunta sobre la poesía trasandina, para ampliar esta conversación. Algunos puntos interesantes y a considerar. Puntos que tampoco nos parecen tan ajenos o distintos de cara al Pacífico, sobre el quehacer literario en su tierra. Y de paso sobre la nuestra.

“El mundo de la poesía argentina (…) no tiene, específicamente hablando, artistas, audiencia y gestores, ni en forma estable como el ballet ni eterna mientras dura el contrato, como en la plástica. Prácticamente todos los que lo integran son curadores y son público además de poetas y al tiempo que poetas.”


“El que lee poesía es porque escribe”, se repite en las coyunturas, a mi juicio, más favorables; en otras, como la chilena o mexicana actuales, la situación es distinta: allí hay gente que lee y no escribe, son sobrevivientes de otro momento de la cultura occidental o, más bien, mantienen vivos (ellos, esos individuos, pero también esos Estados por medio de premios y distinciones) un modo ilustrado de “ser en la cultura”. Sin embargo, en estos países hermanos muchos escriben poesía fundando su orgullo en el hecho de no leer (menos si son versos, menos que menos si los escribió un desconocido), de modo que a la tendencia a la desaparición del “lector puro” se suma, en virtud de estas nuevas oleadas de malditismo, la escasez de diálogo entre lectores viciados.

En la poesía argentina, en cambio, el espíritu gremial está más vivo que nunca y con todos sus “acuerdos naturales” en funcionamiento: no hay libro que no tenga sus agitadores además del editor (y agitadores concientes de que hay que comprar el libro), no hay ciclo de lecturas sin participantes fieles (y digo participantes, no seguidores), no faltan terceros que tomen parte en toda discusión pública entre dos. Pero lo singular es que esos agitadores, aquellos participantes o estos terceros en discordia son, más allá de las distintas gotas de reputación, reconocimiento o prestigio adquirido, los mismos que poco antes o después ocuparon la posición del poeta leyendo en público, estampando sus nombres en la tapa de un libro, en el flyer de un ciclo o en el nuevo giro de una polémica.”

Pero volvamos al libro que nos convoca, esa pequeña llave de papel.

Sobre todo porque el libro de Valeria Tentoni (1985, Bahía Blanca, Argentina) no solo sorprende, gusta. Ha bebido de ambas tradiciones, tiene una música que engancha, un ritmo que sacude, sin necesidad de chapotear sobre palabras o constructos que significan nada. Y lo que más agrada, no necesita cortar tela para ganar peso, hablar como víctima, chambonear teóricamente para darle valor a lo que dice. Es un libro honesto, elegante, personal pero a la vez amplio, práctico en el sentido de aterrizar el imaginario y el uso salvaje del lenguaje que despliega y utiliza a su antojo, con soltura pero no con descaro, adecuado al peso de los hombros de Valeria, que leemos sin movernos de nuestros asientos. Tampoco nos obliga a cambiar de vida a la salida. Pero vamos, logra que queramos seguir leyendo y escribiendo sobre su batalla sonora, su primer poemario, además publicado en una casa editorial de Rancagua, Chile.

Batalla sonora de Tentoni, repito, se lee de principio a fin, se paladea precisión y fineza, una sonoridad seca, pero nunca aburrida o hueca, inteligente pero sin la arrogancia del poeta menor. Un batalla ganada en todos los frentes con un pop elegante, funcional, que siempre tendrá un público fiel y expectante, no de masas. Que administra bien sus habilidades y flaquezas. Manual Ediciones se ha anotado un punto en serio mientras las editoriales chilenas de peso confían más en sus redes de poder para instalar sus lecturas que en la calidad de la obra. Pan para hoy en día, hambre para mañana Virginia. Apostando por una poeta que sólo puede mejorar dada su juventud y que, sin duda, “trabaja” sus materiales y talento. Acá tenemos poetisas de fuste incapaces de armar un poema con principio y fin. Una pequeña historia, estructura. Mucha potencia discursiva y poética pero poca habilidad técnica. Bien les haría leer a Tentoni. Urdirse de este libro, esa oscilación lograda entre el sonido y el sentido. Algo que parece muy básico, pero que muy pocos logran en un primer libro. Y más encima con dominio y claridad y destellos de gran poesía sin subir la voz, sin falsa estridencia. Haciéndola parte de ese ramillete de nuevas poetas argentinas que viene pisando fuerte, sonando con fuerza también acá, me refiero a Marina Mariach, Verónica Viola Fisher (publicada en Calabaza), Florencia Castellanos, Mercedes Gómez de la Cruz, Romina Freschi, Cecilia Pavón, Paula Jiménez, Claudia Masin, Ana Wajszczuk, Sol Prieto, Clara Muschietti, Nurit Kasztelan, Mori Ponsowy, Paula Peyseré, Beatriz Vignoli, Valeria Meiller, Amalia Gieschen, entre muchas otras.

domingo, 19 de abril de 2009

Sobre "Salones" De Felipe Moncada Mijic


Por Rodrigo Arroyo Castro
La poesía es ya un centro desde el cual y en el cual nos recogemos, pero no debemos dejar de prestar atención a que el lenguaje poético no tiene centro; así, el escritor, que no es sino el lector, es alguien que pertenece a ese lenguaje descentrado, definido así por Blanchot en El libro por Venir. Toco el tema del descentramiento, en la presentación de este libro, porque no hay que olvidar que la crisis de la representación es parte del descentramiento (definido así por Foucault en Las Palabras y las cosas) propio de la modernidad. Reitero que es importante porque la crisis de la representación nos acerca a un espacio que actúa como contexto del libro de Felipe Moncada, me refiero al Salón, Salones en este caso. La figura del salón es y no es parte de la crisis de la representación(1); y esta condición ambigua le confiere incertidumbre a dicho espacio, y de paso al libro, surge entonces una curiosa coincidencia con Blanchot respecto a la incertidumbre(2). En una conversación con Felipe, él me dice que simplemente este libro es un cruce entre la física y las artes visuales. Pero claro, no es tan así. Es fácil intuir que con esa definición sobre el libro Felipe deja mucho espacio sin cubrir. No puedo dejar de decir o de malamente intentar definir el libro de otra forma; diría más bien que éste libro es (o actúa como) una representación desplegando otra representación(3). Y tal despliegue lo encontramos cuando él dice “La tela es un campo de batalla” en su primer poema, recordándonos de paso el texto de una serigrafía de la artista estadounidense Barbara Kruger, dicho texto dice: “Tu cuerpo es un campo de batalla”(4). Omitiendo discursos de género que no vienen al caso, es atractiva la idea de fijar el campo de batalla, de acción desde el contexto físico en el cual y hacia el cual se dirige una poética en este caso, el sustrato diríamos. Y realmente la encuentro atractiva porque sólo así se me ocurre cómo explicar la constante actitud crítica o irónica de Salones respecto a las vanguardias o a ese arte posterior al ready made que no supo asimilar el gesto Duchampiano; no es que el libro se transforme en teoría de artes visuales, para nada. Hay humor de sobra para evitarlo. Pero no podemos dejar pasar, o no darle una lectura adecuada a lo que el texto sí nos señala. Como ha sido el caso de la referencia a Barbara Kruger, y el millón de diapositivas de Alfredo Jaar, aunque podría hablar del “tanque de cartón” en relación al tanque (de madera) que Eugenio Téllez exhibió en la sala Matta del Museo Nacional de Bellas Artes; de Joseph Beuys a partir del fieltro, o de “Camondo”, el pintor engañado que odia al fotógrafo, en la Lección de Pintura de Couve, a partir del epígrafe de Claudio Bravo. Y las tomo en cuenta porque no son solo referencias al pasar; articulan una preocupación no por el arte, o los espacios exhibitivos, no. El problema que plantean es el tratamiento de las imágenes y su circulación. Cómo nos someten las imágenes desde un punto de vista social, por eso las referencias en que me he fijado tienen su eje en lo bélico, en la constante guerra a la que nos vemos y veremos sometidos. Bueno, menos la de Couve y Bravo, pero ellas dan cuenta de un momento particular del arte chileno. La metáfora del pintor engañado por el fotógrafo no es sino el reclamo de Couve respecto al rumbo de la pintura en Chile. Reclamo o síntoma de una escritura adelantada respecto a la obra visual del mismo Couve, quién se ve relegado ante el nexo de Gonzalo Díaz con José Balmes.

Asimismo como rescato, no puedo omitir cierto uso riesgoso de imágenes que pueden saturar un discurso irónico crítico y lúcido. Quizá cierto barroquismo que se despliega a partir de la misma mirada desconfiada que tiene Felipe de los artistas, o del arte para artistas; o el arte del artista individual; o el arte fuera de contexto al que alude Hegel en su incomprendida y sobreexpuesta muerte del arte. Insisto, a pesar de justificar el fondo que encuentro en Salones no puedo dejarle pasar por alto o no advertirle, sus riegos, precisamente por su exceso exhibitivo y que sería parte de lo criticado; dentro de esto quizá, al hacer una proyección algo excesiva y no menos forzada, podemos apreciar cierto tono, cierto vínculo con la forma de estructurar los poemas que se emparentaría con algunas de las proposiciones del Tractatus de Wittgenstein. Del mismo modo podría vincular el título de este libro con el libro de escritos sobre arte de Baudelaire. Y con la forma que Felipe tiene de acercarse a las artes visuales; no con la rigurosidad académica sino con el sentido del merodeo, de un acercamiento que podríamos –ingenuamente- definir como intuitivo; vuelvo aquí entonces sobre algo dicho al pasar; el humor. La vía humorística –graciosa si se quiere- que toma Felipe da cuenta de algo en lo que no podemos sino coincidir con Agamben(5), no hay autoridad para hablar (o garantizar) una experiencia. Así, desde esa imposibilidad de experiencia Salones parodia al artista –o al arte- moderno (o postmoderno) que busca aquella originalidad vacua de la que habla Baudelaire en sus salones. Del mismo modo ese humor, que genera una cercanía, no es sino una ilustración de la posición del flâneur, es decir, dentro de la multitud; o dentro del lector en este caso, con él. No podría adoptar adoptarse una posición lejana respecto al lector porque no se representaría la imagen de dejarse llevar por una multitud. De adoptar otra posición, otra habla, Felipe estaría autorizándose como autor, mermando así lo que este libro propone; es por esto que resulta lógico el haber incluido los agradecimientos como un último poema, pues borra toda distancia, entre autor y lector; evidenciando que no son sino una sola persona.

Agradezco finalmente a Felipe el haberme invitado a presentar este pequeño libro, porque su propia contención le permite un desborde de sentido que lo sitúa lejos de muchos otros libros publicados recientemente, y que carecen de reflexión, de un desborde de sentido; al tiempo que se exceden en páginas, en la gestualidad, en el escaso entendimiento de lo político. Reluciendo así las ansias desmedidas y la poca o nula vergüenza por figurar. Este libro entonces, sin pretender sobredimensionarlo, nos hace un llamado a reflexionar sobre una verdadera intención de alejamiento de una hegemonía cultural. El acercamiento a editoriales pequeñas y de apuestas lejanas a conceptos como: alternativo, marginal, político; le confiere al libro y de paso a Felipe aquello en lo que coincidíamos con Agamben; pero ahora desde la vereda opuesta: encontramos aquí una experiencia, basada no en conceptos, sino en la la palabra y el relato; lo que nos acerca a un autor.

Valparaíso, abril del 2009.






Notas

(1).- La diferencia o condición ambigua del Salón se da por sus contextos. Mientras es espacio para las vanguardias, es también un espacio institucional. No es lo mismo el salón que exhibe las primeras obras cubistas de Picasso y que Mallarmé visita al salón que inaugura el Museo de Bellas Nacional de Bellas Artes, tomando en cuenta la exigua diferencia de años. Por otra parte, al hablar de Picasso tomo un verso de Felipe, que da justicia al fundador del cubismo, Juan Gris. Felipe dice: “el más gris de los cubistas”.

(2).- BLANCHOT, Maurice, El libro por venir, Ed. Trotta, Madrid 2005, Trad. Cristina de Peretti y Emilio Velasco, Le livre à venir. Pág. 280. “la duda pertenece a la certidumbre poética, del mismo modo que la imposibilidad de afirmar la obra nos aproxima a su afirmación propia”

(3).- KRISTEVA Julia, Sentido y sinsentido de la Rebeldía. Literatura y psicoanálisis, Ed. Cuarto Propio, Santiago 1999, Trad. Guadalupe Santa Cruz, Sens et non-sens de la révolte. Pouvoirs et limites de la psychanalyse I, Pág. 163. “la cultura es una representación que despliega la representación”. Quizá sea un ejemplo forzado por la diferencia de contextos, pero la importancia de rescatar esta idea es que lo importante –en ambos casos- es el despliegue (que no es sino el hacer), por sobre la representación. Así, el resultado queda disminuido respecto al hacer, el decir.

(4).- El texto original es: “your body is a battleground”.

(5).- Agamben, Giorgio, Infancia e historia. Ensayo sobre la destrucción de la experiencia.

domingo, 16 de noviembre de 2008

¿CONSENSO O TERROR DEL CONSENSO?LA MONUMENTALIZACION DE LA DERROTA


Por:Guillermo Herrera M.

SOBRE LA IMAGEN QUE ACOMPAÑA AL LIBRO

“Es cierto que necesitamos la Historia, pero
de otra manera que el refinado paseante
por el jardín de la ciencia…”
Friedrich Nietzsche

“…sentir el aura de una cosa es
otorgarle el poder de alzar los ojos…”
Walter Benjamin


La transición política en Chile, o el traspaso del poder de un gobierno a otro, quizás no contemple en su vuelo quiebres o grietas que hagan tambalear el proceso histórico larga-duración. No obstante, la profunda carga de la Historia, que a veces es guardada o encerrada, debe manifestarse de alguna manera. El aura histórica, no sólo se hace presente en libros, artículos o en la academia universitaria, sino que se expresa en su forma más sencilla, real y visceral: en la calle. La apropiación del Espacio como traducción social, significa mirar la calle con otros ojos, entenderla como contenedora de la Historia presente, articulada siempre desde el pasado.
La imagen, tomada desde una Universidad en Santiago, muestra la forma en la cual, una edificación nueva y posmoderna, se “empapa” de la materialidad en la cual esta cimentada. Como si la sangre fuera en si misma energía y rebeldía.
La Transición es un hibrido, algo extraño. La imagen de postal del Chile de transición es mas bella que hace veinte años atrás, pero algo hay en el ambiente, que molesta, constantemente, que empuja, que muestra, que nos dice, a gritos, que la Historia, nunca pacta, nunca se esconde, nunca tiene miedo… solo espera a su dueño, a su ímpetu, a su alma: al Hombre.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Rafael Henríquez Tobar:asonancias, consonancias y resonancias de un poeta




por Tulio Mendoza Belio
Miembro Correspondiente Academia Chilena de la Lengua


Todo texto crítico sobre otro texto es, según Barthes, un “discurso de segundo grado”, ya que su razón de ser se debe, precisamente, a un texto primero, el creativo por antonomasia; en este caso preciso, el poema. Decimos poema y no poesía, porque ésta no es patrimonio exclusivo de aquél ni de la palabra escrita. En efecto, podemos hallar poesía en una pintura, una escultura, una sonata, una ejecución musical, una película, una mirada, un hecho de la naturaleza, una actitud. Poesía es un sustantivo abstracto que tiene tantas definiciones como poetas existentes; así, son múltiples las poéticas, variadas, disímiles y hasta contradictorias las concepciones sobre la poesía (las definiciones que proporciona la Real Academia, a la luz de las actuales manifestaciones del arte, son insuficientes y no cubren toda la realidad). En cambio el poema, ese objeto hecho de palabras y a veces de otras cosas (como los poemas visuales o los caligramas), se nos presenta como algo mucho más real, más tangible, más concreto. Es verdad que en algún tiempo (y algunos hoy todavía lo hacen), se utilizó el término “poesía” como sinónimo de “poema”; nosotros preferimos el uso que acabamos de señalar.
El texto segundo, el discurso crítico, también puede transformarse en un texto creativo, poético, según sean sus características, su estilo, sus recursos. No hay que temer a la palabra “crisis” (“juicio que se hace de algo después de haberlo examinado cuidadosamente”), ya que lo que se pretende es, justamente, leer con atención (lo que, por otra parte, es signo de respeto), para examinar, describir y, luego, poder entender, comparar, situar, valorar y emitir un juicio.
Conocemos al poeta Rafael Henríquez Tobar, autor de este libro, su primera publicación individual; ha asistido a los talleres de creación literaria que hemos impartido en el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Región de O’Higgins y, por lo mismo, sabemos que entiende plenamente el sentido de nuestras palabras. Entusiasta gestor y animador de actividades culturales en la zona, el poeta nos entrega en esta obra que ha titulado significativamente, Palabras contenidas, su particular visión de una realidad que ha observado, sentido y aquilatado como experiencia de vida. Sin embargo, la mera constatación de esa realidad o de cualquier otra, no necesariamente le otorga el estatus poético, para ello es necesario que la palabra que la exprese, sea una palabra plasmada, una forma cuyo significado actúa no sólo a nivel denotativo, sino principalmente a nivel connotativo, más sugerente que instrumental; una palabra en la cual lo que se dice es imposible sin la forma material que lo expresa, así de esa manera y no de otra, con esas palabras y no con esas otras porque, simplemente, no sería lo mismo.
El adjetivo “contenidas”, tiene aquí dos acepciones: “dicho de una cosa: llevar o encerrar dentro de sí a otra”, es decir, serían palabras dentro de otras palabras, lo cual equivale a una intratraducción (lo que nos proporcionan los diccionarios monolingües), pero cuya “explicación” debe transformarse en poesía, hacerse poema (no olvidemos que, como decía Mallarmé, un poema se hace con palabras), y la otra acepción es “reprimir o moderar una pasión”, es decir, serían palabras templadas, refrenadas, suavizadas, tanto desde el punto de vista de la selección del léxico y la sintaxis formal, así como del contenido temático que ellas expresan. Sin embargo, no debemos confundir esto con el significado peyorativo que se le da a la palabra “tibieza”, muy por el contrario, lo que deseamos hacer notar es que esa “contención” tiene que ver con el sentido tradicional que se le atribuye a la poesía como expresión de la belleza, de un íntimo lirismo, de una suavidad del alma.

Uno de los motivos que canta esta poesía, es la tristeza de la pérdida. En este caso particular, la circunstancia de la partida del Tranca Castillo, por ejemplo, en el poema “Te has ido, negro”, se transforma en una elegía, es decir, en una “composición poética del género lírico, en que se lamenta la muerte de una persona o cualquier otro caso o acontecimiento digno de ser llorado.” Podría pensarse entonces en el clásico tópico del ubi sunt (¿Dónde están?): “porque la injusticia lanzó su golpe artero,/ la poesía está de luto,/ el cantor popular ha viajado al cielo.” En otro de los poemas, “Carta olvidada”, también asistimos a un acontecimiento doloroso, la carta que perdió su sobre y quedó “desnuda, sola, sin nombre”, pero cuya adecuada y emotiva descripción, puede perfectamente atribuirse a un ser humano y ser la imagen desvalida y actual de nuestra vertiginosa sociedad de consumo. Luego, encontramos nada menos que una décima (forma que requiere conocimiento y experticia): la poesía como espacio de libertad, encarnada en la emblemática figura de Víctor Jara, se transforma paradojalmente en una elegía celebratoria (pena-alegría), en la cual se mezcla la tristeza, por la particularidad de lo que significa el cantautor chileno, pero con la alegría por su legado cultural y libertario.

En “Cuaderno blanco”, otro de sus textos, la página es sinónimo de tiempo, de vida trascurrida y celebrada y padecida; el cuaderno como imagen de un cuerpo que transcurre, de un cuerpo que se aja, que se “escribe” y que una vez “llenado”, dará paso a un nuevo “cuaderno”, porque “luces de estrellas y planetas,/ son distintos y comparten el mismo cielo.” Surge también la mirada crítica del poeta a esos “fuegos de artificio”, a la “pirotecnia” con la cual se festeja culturalmente el paso de los años, pero que se sabe breve, momentánea “como la luz en tu silueta”; nosotros “seguimos encerrados en una rueda eterna.”

Otro de los sentidos de esta escritura de Rafael Henríquez Tobar, es su instalación en la ciudad, su mirada corresponde a lo urbano, está situada donde transcurren su vida, sus emociones, sus experiencias. De ahí que el tradicional sentido lírico dialogue también con algunos aspectos de la antipoesía o el tono prosaico, lo cual le da cierto carácter contemporáneo a su intención poética. Comparemos, por ejemplo, los poemas “Bailarina” o “Cansancio” con “Bailarinas no clásicas”, “Poeta y loco”, “Mendigo”, “Orgullo” y “Señales”, y poemas como “Tren” y “Giran los sueños” en los cuales se mezclan y equilibran ambas líneas poéticas.


Tal vez sin darse cuenta, Rafael Henríquez Tobar escribió, de una manera muy simple y llana, una suerte de arte poética indirecta, unas estrofas que deseo rescatar de su poema “Retrato”, no por su forma, sino porque se acercan o exponen una intención que debe transformarse en una lección y que es la que todo artista debiera considerar (y nótese que el transfondo del texto es erótico-amoroso: una vez más se nos hace presente esta característica fundamental en la génesis de toda obra de arte): “Dibujo con un lápiz corriente,/ dulces trazos, de mil acepciones,/ rebuscando en corazón y mente,/ para causar en ti las sensaciones,/ que no percibe el común de la gente.// Se me acaban los colores,/ la paleta está vacía,/ de mi estante, lleno de olores, saco nuevos frascos, vida mía,/ para capturar el aroma de las flores.” Dejamos al lector la intratraducción de estos versos.

En relación a lo anterior encontramos, afortunadamente, el poema “Palabrería”, un texto que es un arte poética, es decir, aquel escrito en el cual el autor manifiesta, de algún modo, su pensamiento sobre la creación artística y todo lo que la rodea. En el poema de Rafael Henríquez Tobar hay crítica, autocrítica, ironía y conciencia de la palabra y de la permanente “lucha” y “trabajo” que el poeta tiene y mantiene con ella para dar plasmarla en los poemas.

Todo primer libro implica una apuesta, una aventura, una decisión personal. Es, además, una acción que nos permite romper con el pasado, deshacernos de algunos fantasmas que, la mayoría de las veces, dificultan y entorpecen el desarrollo de nuestra escritura. Rafael Henríquez Tobar nos entrega estos poemas que, a partir de ahora, ya no le pertenecen exclusivamente a él, sino a cada uno de sus lectores. Yo, entonces, como un lector más, dejo hasta aquí estas palabras que me ha solicitado mi amigo Rafael Henríquez Tobar, palabras que, como sabemos, no reemplazan la lectura de los poemas sino que constituyen una aproximación, breves comentarios que quieren ser más bien una invitación a recorrer y a disfrutar las páginas de este libro y a comprender las asonancias, consonancias y resonancias de un poeta que comienza.


Concepción (Chile), Agosto de 2008.

sábado, 2 de agosto de 2008

LA PROVINCIA DESDE UNA VITRINA



(Comentario sobre el libro "Maldita Gracia" de Rodrigo Véliz*)
Matías Inzunza O.




Un ciudadano reciente de la urbe que mientras sube y baja del metro carga en una maleta los olores de la provincia; un encuentro entre Esenin y Maiakovski en un ascensor; un pueblo, un paisaje bucólico puesto en el tapete de una tienda del centro de las capitales...

Mientras baja y se esconde en los vagones subterráneos, la certeza de la provincia se expande, se disipa y se transforma en un objeto cualquiera de la maquinaria citadina. Será aquello la experiencia posmoderna? transitar en un laberinto de cemento con la cabeza puesta, con los ojos puestos en los caminos de la infancia propia y de la infancia del mundo.

Convergen y se saludan displicentes los poetas hasta cuando notan que están encerrados en el mismo ascensor. De cuál paisaje hablaran? cuando ya no hay más suicidio ni revoluciones?. Quizás auscultan buscando ese paisaje en las vitrinas que se parece al silencio y que se parece a la eternidad.

Rodrigo Véliz enfrenta su poesía a la muerte; la deconstruye y la pone a merced de una maldita gracia que guiña un ojo desde todas las tumbas de la historia, y seduce al poeta lárico de "Recuerdos de Provincia" a encontrar un rumbo donde la palabra "pueblo" o "muchacha" funcionan como un salmo gravitando en los altoparlantes... ya no son más los maestros de ceremonia. La provincia es ahora un epígrafe, no el poema. Y es que claro, en un lugar donde "dios es un mito bien escrito por él mismo" todos los ángeles- poetas dejan la iglesia; dejan la historia, pues dios no salta al vacío y no se puede esperar sentado mientras abajo los acantilados se mueven y se abrazan.

La sustancia es la misma: la cotidianidad, los entramados sencillos, las fibras perennes, los paisajes acumulados, la caja de proverbios envueltos rellenos con el lenguaje del barrio; el amor, la muerte, el olvido, la escritura. Nada de lo que no hable Shakespeare y nada de lo que no hable Safo...y por lo mismo, nada que no se deba seguir escuchando. Esta maldita gracia de las tumbas, de las isocrónicas cajas musicales, de las letras timbradas, se abre como pensamiento nocturno... o como el olor de la provincia en una maleta en pleno centro de la ciudad.

martes, 15 de julio de 2008

''Maldita Gracia'' de Rodrigo Véliz por Enrique Winter - Próximo Libro a Publicar por Manual Ediciones


Rodrigo Véliz Lobos (Buin, 1980) saca de las brasas un cordero que lleva a lo menos ocho años asándose, hasta quedar a punto. Desde la publicación de “Chile…” en el año 2000, pasando por “Recuerdos de Provincia” en 2001 y las quince copias de una primera edición de “Maldita Gracia” en 2004, de las cuales diez se habrían perdido en la micro rumbo al lanzamiento; el autor ha transitado, a paso de camino rural, hacia carreteras comunicadas con dos otredades: la del centro y la de la muerte.
El movimiento ha sido exógeno y endógeno a la vez, respecto a la territorialidad de su poesía. Cierto es que abandona parcialmente el larismo de sus primeras publicaciones, pero a favor de introducirse en la dinámica mortuoria y el entresueño de autores como Boris Calderón, el mayor poeta de su comuna natal. Profundizando su pertenencia a esta tierra determinada es que logra literariamente salir de ella. Proclama que “venguemos nosotros / a las voces que sólo se entienden / con el viento”. Desde la antítesis con que los seguidores de De Rokha se oponen a la tesis lírico-telúrica, Véliz sintetiza un mundo nebuloso. Lo presenta, sin embargo, en el plato conciso de la tradición criollista. Lo borroso es entonces una sensación más que una imagen, desde la cual el autor establece con claridad una ética. Sus elementos son, por ejemplo, la compasión, la amistad y el recuerdo, superando, como George Harrison en “All Things Must Pass”, la máxima que no se puede hacer arte a partir de buenos sentimientos.
“Maldita Gracia” se divide en dos secciones, “Provincia Muerta” y “Marulla”, que se diferencian como la primavera del otoño, estableciendo un diálogo comparable al de estas estaciones. Lo que construye el recuerdo de lo vivido, lo deshoja la muerte sobre lo no vivido. Se produce un efecto especular parecido a si se leyera de corrido “Chilenas i Chilenos” y “Tristura” de Floridor Pérez. Pues con Pérez comparte una respiración y no pocos demonios, ligados a estar afuera, y cerca de los muertos. Cercanía que tomó recientemente Jaime Bristilo Cañón en “Campo Santo”, como hace décadas Óscar Hahn en “Arte de Morir”, por nombrar a tres en cuyas páginas domina el blanco, porque algunas letras bastan para cargar visualmente el luto. Incluso el vocabulario en “Maldita Gracia” es a propósito escaso, confirmando que con pocas palabras el mundo puede explicarse. Con esa economía de recursos, y sin perjuicio de los nombrados, el diálogo más evidente que sostiene Véliz con la poesía chilena, es justamente con un muerto: Eduardo Molina Ventura. Para el caso, léase de su autoría “Los Amantes Eternos”, “La Muerte” o “Página Blanca”. Tal como Véliz, Molina recoge del olvido a los finados en “In Memoriam”: “No olvides a los muertos que jamás olvidan / y son tu sombra viva. / Todo cuanto les des te lo agradecen y devuelven (…) Dale al muerto un guijarro uno solo / y él te devolverá el interior de una montaña”. Véliz busca hacerle caso, y no es el único. El célebre Quitapenas frente al Cementerio General de Santiago, tampoco. Qué decir de la Avenida Francia en Valparaíso, donde la Funeraria Arturo Prat comparte pared con el Club Social del mismo nombre. Y de tantos que han visto muertos cargando adobes, o ladrillos al decir de Isidora Aguirre en “Población Esperanza”; o que incluso los han visto acarrear basura, como dicen los guatemaltecos. El caso es que la intervención del otro lado, no es nada nuevo, y menos en este continente. “Comprenderá que todo / es suela de bototo viejo” dirá Véliz. La muerte a estas alturas puede que sea una excusa, porque “Maldita Gracia” es un tratado sobre la memoria. Donde la muerte sería una de sus columnas, qué mejor recuerdo que el de un muerto (los muertos siempre son buenos); la espera sería otra; y lo perdido, la tercera.
En la duermevela de Linderos, Buin e incluso de Rancagua, lo que se percibe como normalidad es la constante pérdida de un mundo, y ante ella, el desasosiego por aquello que oculta la tranquilidad. Una visita a Coya, por ejemplo, es adentrarse a la macabra perfección de los jardines de David Lynch en “Terciopelo Azul”. Nada más cercano a la muerte que el silencio de una bella urbanización, secundaria y sin gente. “Me fui de viaje, / cuando volví / no estaban los de antes. / Sólo el arado / sobre la alfalfa / esperando nuevas voces”, escribe Véliz. Una espera tan lejos, tan cerca, de la de su coetánea Gladys González: “En Gran Avenida / hay un paradero / aún más triste / y una chica que lo habita // un paradero que ha visto todo / y que se convierte / en el esperadero silencioso / de la persistencia.” Quien vuelve desea que nada haya cambiado, sin embargo el arado reacciona como la chica de González: desea que algo, efectivamente, suceda. Aunque sólo sea una reiteración, la reiteración de la singularidad de cada uno de los actos. Rutinarios como el movimiento del arado y, también, de la micro. La memoria se construye en ambos casos como tendencia a la soledad. Se comienza en familia, la imagen de la abuela es basal en “Maldita Gracia”, y se la deja por el viaje (¿por trabajo a la capital?), que conduce a un retorno donde ya no se es reconocido por la tierra. Se mira el árbol y el árbol ya no mira de vuelta.
La afanosa búsqueda de un lugar propio, esbozada por Philip Larkin (“No, no he encontrado nunca / un lugar del que pudiera decir: / ésta es mi tierra, / aquí debiera quedarme”), en “Maldita Gracia” estaciona a vivos y muertos en torno a la apacibilidad del pueblo. Sin embargo, en el matrimonio a la chilena de su hermana, Rodrigo Véliz no estaba vestido de huaso, estaba disfrazado. El revés es terrible para efectos de la constitución de una identidad, que no sea la mera oposición a la metropolitana. ¿No viene tal vez su poesía a llenar una falta de sentido, de contenido, de la división geográfica de nuestro país? ¿Qué es aquello que se perdió efectivamente con el advenimiento del tren o del supermercado? Más que el falso huaso, me interesa el personaje que Véliz no sabe que carga: el de poeta como lector, porque sólo se hacen lectores quienes no pudieron ser titulares del club de fútbol Lautaro de Buin. Su padre y todos sus hermanos tienen algo más interesante que hacer los domingos y allí veo una patria, elementos de una cosmovisión que incluye también a las Damas Bingueras, que luego de siglos de esperar a los futboleros en la casa, encontraron una entretención acorde, al son de “solito el nueve” o “se paga el cartón”. Las iglesias ven como ralea su público, y no es por centro comercial alguno. La identidad como algo que siempre se pierde, pero que también se renueva. “Así que será más sabio que dejes / de pensar que aún podrías encontrar / lo que hasta ahora no has llamado / tu mujer, tu lugar”, concluye Larkin. Lo que me recuerda que en “Maldita Gracia” casi no hay poemas amorosos. Acaso el desamor de “Mal de Nuestros Ojos” y, sobre todo, de “Madurez” sea otra externalidad de la destrucción, siempre aparente, de la provincia.
En “Descripción” cada imagen es un verso que cae como ficha de dominó sobre la siguiente. Implica la lentitud del recuerdo a través de su ejercicio opuesto, el de la rápida acumulación visual. Parece construido en un lenguaje televisivo, tal como el poema que le sigue, “Despedida”, es una perfecta imagen cinematográfica. Se puede oír el tren, el mismo que abre la sección al pasar “rápido como la muerte / riéndose de las monedas puestas en los rieles”, y se puede ver como las casas no quieren despedir a nadie. El montaje sobre el que se construye la narración, a través de las elipsis que constituyen los numerales de los poemas largos, cortando escenas relacionadas o no con las anteriores, da con una aparente polifonía. Pero los sujetos, que pueden ser desde los perros a los muertos, no son el centro, sino los ejes de un mareado peregrinaje. Aquí ya no hay poemas como fotos (recuerdos de provincia), pues cada percepción, cada afección, está marcada por su propio movimiento, o por ese otro que imprime la inmanencia.
Es probable que Véliz no entre a picar sobre los temas que enuncia. Su merodeo es el del gesto espontáneo de la escritura. Algo le llama la atención y lo apunta, por ejemplo “quizás las gotas / recuerdan mi infancia, / quizás las gotas sean / infancias que caen desde / el cielo / y sólo golpean los techos / para revivir algunos recuerdos” o “el perro odia al cartero / le debe recordar al asesino de su madre.” Este ejercicio sensible, no puede sino trasuntar la melancolía de quien da cuenta de contrastes insalvables. Se contrapone la rapidez del tren a la estaticidad del riel, y los conecta el dinero. Quien describe no está allá ni acá, aunque su escritura pareciera establecer una ética de ellos y nosotros. Esto, que puede considerarse un artificio, no es administrado, sino vivido. Y sólo si se considera en perspectiva, puede volverse consciente. Véliz deja el pueblo y sólo entonces se describe como pueblerino, tal como los europeos habrían aprendido mucho más sobre sí mismos al “descubrir” América, según J. H. Elliot en “El Viejo Mundo y el Nuevo (1492-1650)”.
Las experiencias que roncan en “Maldita Gracia” entran en tensión con las lecturas que la explican desde otras provincias. Bernardo González celebraba cuánto le decían otros poetas de pueblo y naturaleza como Sergei Esenin. Así compartieran una patria de manera mucho más natural que con un santiaguino. Evidente sería ligar no sólo a Esenin, sino a Maiakovski, con el Véliz de este libro, pero es un ruso contemporáneo, el primero de los grandes en apartarse de la rima, quien pinta realmente la señalética de bienvenida a la localidad de “Maldita Gracia”. Dice Guennadi Aigui: “sus ojos vivaces antes de morir / extrañaban la pureza / que sólo causa dolor y ruina.”
Enrique Winter.Valparaíso, junio de 2008.

Roberto Salas y sus Delirios de Abril



"El primer libro, el primer disco, la primera exposición pictórica, la primera obra, todos los primeros trabajos tienen para el artista un significado especial, por ello el pasado viernes 6 de junio fue una ocasión muy especial para Roberto Salas".



Escrito por Rafael Henriquez


El viernes 6 a las 19:00 horas se realizó el lanzamiento del libro de Roberto Salas "Delirios de Abril", pero antes conviene hacer una reseña del camino recorrido para llegar a estas instancias. Roberto Salas es un escritor de una gran sensibilidad, además es artista plástico, quien con sus trabajos nos lleva a vivir un mundo distinto, más allá de los convencionalismos y lo expresa en un texto que da inicio a su libro: "¿Quién puede leer sobre la muerte de un ombligo o un universo personal? Solo aquel que con valor no quiera sentir únicamente su sufrimiento." De este modo también se dio inicio a el evento que daría a luz el trabajo de Roberto, que tras varios meses vino a convertirse en un libro de versos contenidos, escritos hace casi diez años, que mediante la creación de una nueva editorial independiente vino a ser materia física. Como integrante de la Mesa de Literatura Joven del Consejo de la Cultura y las Artes, Rodrigo Véliz se cuestionó la posibilidad de que muchos integrantes en las mesas de literatura o escritores emergentes pudieran publicar su obra en libros de buena calidad, pero con un bajo costo de impresión, por ello fue el gestor de "Manual Ediciones", que tienen por objetivo realizar autoediciones manuales de libros. Los lazos de amistad entre estos dos escritores e integrantes de la mesa de literatura joven llevaron a que "Delirios de abril" sea el primer libro de Manual Ediciones, presentado en el Salón Oscar Castro del Consejo de la Cultura, ante un marco de más de 50 personas, entre ellos varios escritores y artistas plásticos como Patricio Vidal (PaViTo), Pablo Karvayal, Hernán Morán, Magda Canales, Guillermo Drago, Blanca Frisius, Rosa Chávez, Nelson Carrizo, Pablo Donoso, Arturo Lafourcade y Marisol Ibarra y la familia del autor. Las lecturas de poemas y la explicación del génesis de la editorial y el libro salieron de la testera de la sala integrada por Virginia Orellana del Consejo de la Cultura, Roberto Salas, Rodrigo Véliz y Rafael Henríquez de la mesa de literatura joven, con sendas intervenciones al leer los poemas, con gran emotividad del autor. Finalmente, vino el cóctel de honor, las fotos de rigor y la venta de los libros, en que pudimos recibir de mano del autor los textos autografiados, los cuales también se pueden pedir al correo: manualediciones@gmail.com. Debemos estar atentos a los próximos lanzamientos de Manual Ediciones que serán muy pronto, con obras de otros escritores locales.