miércoles, 8 de septiembre de 2010

Arte Tábano de Ernesto González B.

por Christian Rodríguez Büchner.




No basta con escribir correctamente, saber hilvanar los versos, saber dónde poner las comas o medir las pequeñas tensiones entre actos. Escribir es también un proceso de consciencia por parte del autor; tanto de sí mismo como del estado del oficio. Y que en último término puede llevarlo a rozar la no-escritura. En suma, un proceso gozoso y doloroso, pero que alguien tiene que hacer cada cierto tiempo.


Fernando Pessoa decía “mi instinto de perfección debería impedirme acabar; debería impedirme incluso empezar. Pero me distraigo y obro”. En lo personal, cuando escribo, no sólo me topo frente a una página en blanco, sino que frente una pared; a las causas (generalmente más poderosas) por las cuales no debiera hacerlo. Pero a veces, más que distraerme, encuentro una idea-fuerza. O mejor dicho; una idea-emoción. Schiller hablaba de algo parecido a la música, una visión muy alemana de su parte. En el caso de algunos escritores tiende a ser algo parecido a la rabia, pero decantada, explorable; útil al fin.


Arte Tábano, de Ernesto González Barnert, explora las sensaciones que provoca el viajar en un barco (la poesía) que fue asaltado y saqueado por los bárbaros. Ya no hay Ítaca. Sólo el mar, la deriva y la impotencia. Un navío que flota lentamente en círculos sobre el agua, y cuyas piezas quemadas contempla y defiende pese a la desolación.


Me llama la atención cómo estos poemas se mueven entre lo explícito y lo sutil, y cómo al mismo tiempo dan la sensación de unidad, de estar leyendo un conjunto. Desde la imagen sugerente (“Al fondo veo un oso de gastado pelaje/ en calzoncillos./ A tientas, ensimismado.”), hasta la puteada con megáfono en “Mistral” (“Chile entero loca, borrascosas crestas de mierda plástica y mineral, estiércol/ para que crezca una puta y patética flor/ llamada poesía chilena”.). Pasando por decenas de matices que reflejan una feroz autoconsciencia de la verdadera connotación que tiene el oficio, en medio de un país cuya actividad espiritual e intelectual ha sido reducida a escombros (No hay un corazón para este viento/ que todo lo arrastra/ y dispersa./ Una palabra que no esté rodeada por sombras.).


En el plano más estético, y tomando en cuenta su libro anterior (Higiene), se agradece que el rigor metaliterario haya cedido en pos de un hablante más emotivo, más contundente en lo simbólico:


“Te ofrezco el suave calor de una vida en llamas
Una luz que no admite sombras al decir te quiero.
Las heridas cerradas por el pedazo de sol que te ofrezco.
Todo el mar diciéndome que me calme”.


Su parada, por lo demás, no es la recurrente desconfianza hacia la poesía. Al contrario: “Mi única lealtad es con la poesía./ Su impacto./ No esperen de mí otra dirección./ Mi timón está hundido en sus sombras.”. Y sería impreciso reducir su exhortación sólo hacia los autores de la posdictadura. El hablante realiza el ejercicio ingrato de retroceder hasta su verdadera posición (“Se ríen de ti, a tu espalda,/ en las sombras/ por tu inutilidad, por esos libros que no te enseñan a arreglar un enchufe,/ poner un pan en la mesa.”) e instalarse en su nuevo margen, para desde allí no sólo disparar al aire, sino que también sentir la brisa del enemigo:


“La resistencia
a una ciudad que te encuentra improductivo
y te puede hacer mierda
en un momento de sueño
o desconcentración”.

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