Por Javier Norambuena
Algo hay en la hendidura del dolor que “La Tarea” de Andrea López Kosak conoce, quizás su peso de elefante balanceado o sea el tajo que marca un dolor, aunque más bien la espesura es una fragosidad sobre la que se fraguan los elementos. “¿hay dolor tan justo que no deje marca?”. Hendidura y espesor donde la marca, diferida acá en marca y cicatriz, hace estallar un signo preciso. Sobre los estallidos trabajados como memoria se dispone la economía de esta escritura, ajustando una poética que se debate ante el espacio de la página, delante de la inscripción del brazo ante esa página, en un destello que también va impactando lo silencioso que aglutina. Ya lo anuncia con la complicidad del epígrafe de Arnaldo Calveyra “sed de otra memoria” es decir, la marca esencial se trata un trayecto, de esa otra memoria que ha vuelto para balancear a la escritura, en tanto marca y seña, de lo preciso que vuelve y se acarrea para escribirse. “La Tarea” leída sólo como un título aislado merodea eso, algo que se demanda o encomienda, algo traído mediante ese trayecto del impacto poético a la palabra, ante la letra poética, mediante la distinción dentro de sus múltiples reflejos.
Algo acá ha venido a escribirse.
Es el traspaso lo que recae en la escritura, todo aquello que el dolor deja atrás para que vuelva cuantas veces sea necesario. Repetición y pesadilla, o la pesadilla repetida, al modo del mantra del que pierde dolor en la escritura, mientras la maraña –aquel rito que se pronuncia y no se escribe- avanza lateral al advenir del corte poético. No habría color en ese balance, por qué habría de colorearse el dolor, “no es más dolor porque sea rojo/ es el único color”, ante la intemperie morosa de la pigmentación no hay distingo.
Y si la cicatriz ya viene sin el dolor qué cabría en aquel pigmento, pues todo lo ad-venido no recae en el prisma del sueño ni tampoco recorre la enormidad obliterada de los tamaños. Trátase de incorporar el espesor de la letra cuando lo pervertido de la incrustación amasa el sentido, “vengan/ a pasos muy grandes/ desfilan el dolor”, venirse –hasta ahí donde la letra poética posibilita- una tarea de dilucidación del dolor. Venir, entonces, con la repetición que hunde -el tajo, la cicatriz- todo cuanto encuentra a la letra en la intemperie de lo que no puede aquietarse. Aunque ese retorno y esa venida usurpe algo para restaurar al dolor.
Los elefantes, como funcionarios de ese trayecto, equiparan la cadencia, el peso evidente donde juegan a balancearse contra lo imposible y la fantasía los acoge. En ese envés, el rito accede –celebrando una falta, claro- a la gran ofrenda, aquella tela donde el corte queda pendiente, latente ante la oscuridad que los ocupa. Rito que vendrá a asistir –en tanto imagen ominosa- a ese filo candente de la esquina que husmea esta escritura.
El peso del elefante balanceándose hace vértice de las manadas que habitadas van encausando el avance. Tal vez el silencio vital, aquel que ha quedado en el remanente –el estorbo- de todo el envés que el desasosiego no trajo a comparecer a la escritura. El primer sacrificio de esa ley común que atraviesa el símbolo de la nube contra el dolor. El elefante aquí balancea lo imposible de un dolor sobrellevado, enquistado en su horizonte del sueño.
Lo que ubica esa tela del juicio es el horizonte, más allá de una vigilia irresuelta, pues se trata de urdir lo insostenible de una voz divina que no desciende, el sarcasmo frente al peso de la cicatriz opaca el acierto de aquel dolor, también lo descentra en esa venida para alivianar el trayecto.
¿No es un juego el balanceo?
En el advenirse de la letra el dolor juega con la letra. Estalla a la economía de una escritura que ha batallado contra la marca –¿el diluvio?- de la memoria irresistible, sostener ese algo del desfile aquí es “la” Tarea de Los Elefantes.
Algo hay en la hendidura del dolor que “La Tarea” de Andrea López Kosak conoce, quizás su peso de elefante balanceado o sea el tajo que marca un dolor, aunque más bien la espesura es una fragosidad sobre la que se fraguan los elementos. “¿hay dolor tan justo que no deje marca?”. Hendidura y espesor donde la marca, diferida acá en marca y cicatriz, hace estallar un signo preciso. Sobre los estallidos trabajados como memoria se dispone la economía de esta escritura, ajustando una poética que se debate ante el espacio de la página, delante de la inscripción del brazo ante esa página, en un destello que también va impactando lo silencioso que aglutina. Ya lo anuncia con la complicidad del epígrafe de Arnaldo Calveyra “sed de otra memoria” es decir, la marca esencial se trata un trayecto, de esa otra memoria que ha vuelto para balancear a la escritura, en tanto marca y seña, de lo preciso que vuelve y se acarrea para escribirse. “La Tarea” leída sólo como un título aislado merodea eso, algo que se demanda o encomienda, algo traído mediante ese trayecto del impacto poético a la palabra, ante la letra poética, mediante la distinción dentro de sus múltiples reflejos.
Algo acá ha venido a escribirse.
Es el traspaso lo que recae en la escritura, todo aquello que el dolor deja atrás para que vuelva cuantas veces sea necesario. Repetición y pesadilla, o la pesadilla repetida, al modo del mantra del que pierde dolor en la escritura, mientras la maraña –aquel rito que se pronuncia y no se escribe- avanza lateral al advenir del corte poético. No habría color en ese balance, por qué habría de colorearse el dolor, “no es más dolor porque sea rojo/ es el único color”, ante la intemperie morosa de la pigmentación no hay distingo.
Y si la cicatriz ya viene sin el dolor qué cabría en aquel pigmento, pues todo lo ad-venido no recae en el prisma del sueño ni tampoco recorre la enormidad obliterada de los tamaños. Trátase de incorporar el espesor de la letra cuando lo pervertido de la incrustación amasa el sentido, “vengan/ a pasos muy grandes/ desfilan el dolor”, venirse –hasta ahí donde la letra poética posibilita- una tarea de dilucidación del dolor. Venir, entonces, con la repetición que hunde -el tajo, la cicatriz- todo cuanto encuentra a la letra en la intemperie de lo que no puede aquietarse. Aunque ese retorno y esa venida usurpe algo para restaurar al dolor.
Los elefantes, como funcionarios de ese trayecto, equiparan la cadencia, el peso evidente donde juegan a balancearse contra lo imposible y la fantasía los acoge. En ese envés, el rito accede –celebrando una falta, claro- a la gran ofrenda, aquella tela donde el corte queda pendiente, latente ante la oscuridad que los ocupa. Rito que vendrá a asistir –en tanto imagen ominosa- a ese filo candente de la esquina que husmea esta escritura.
El peso del elefante balanceándose hace vértice de las manadas que habitadas van encausando el avance. Tal vez el silencio vital, aquel que ha quedado en el remanente –el estorbo- de todo el envés que el desasosiego no trajo a comparecer a la escritura. El primer sacrificio de esa ley común que atraviesa el símbolo de la nube contra el dolor. El elefante aquí balancea lo imposible de un dolor sobrellevado, enquistado en su horizonte del sueño.
Lo que ubica esa tela del juicio es el horizonte, más allá de una vigilia irresuelta, pues se trata de urdir lo insostenible de una voz divina que no desciende, el sarcasmo frente al peso de la cicatriz opaca el acierto de aquel dolor, también lo descentra en esa venida para alivianar el trayecto.
¿No es un juego el balanceo?
En el advenirse de la letra el dolor juega con la letra. Estalla a la economía de una escritura que ha batallado contra la marca –¿el diluvio?- de la memoria irresistible, sostener ese algo del desfile aquí es “la” Tarea de Los Elefantes.